FdA #85 - La dictadura de la respuesta inmediata: cómo afecta a nuestras relaciones
Sobre cómo los emojis y los gifs sustituyen gestos y emociones que antes solo se compartían cara a cara.
"Vi, a la luz desnuda, a miles de personas.
Hablaban sin decir nada, escuchaban sin oír.
Escribían canciones que nadie cantaría.
Nadie se atrevía a perturbar el sonido del silencio."
— Simon & Garfunkel, The Sound of Silence
Esta genial canción del gran dúo nos transporta a mundo donde las personas hablan sin decir nada y escuchan sin oír. Medio siglo después, esa imagen resuena más que nunca. Hoy, entre mensajes breves, emojis y notificaciones, conversamos más… pero tal vez nos entendemos menos.
Hablar ya no es dialogar
Hubo un tiempo en que una conversación consistía en sentarse junto a otras personas, mirar a los ojos y dejar que las palabras fluyeran y nos trasladaran quién sabe dónde. En cambio, muchas de nuestras conversaciones hoy caben en una notificación. La conversación espontánea, matizada y profunda está, seguramente, en declive.
¿Qué hemos ganado y qué hemos perdido en esta transición?
De palabras a impulsos
Al comunicarnos mediante mensajes de texto, lo más habitual es enviar frases cortas, con un objetivo inmediato, sin matices. Los emojis y los gifs lo pueden hacer todavía más directo y rápido.
Las conversaciones de este tipo son asíncronas, no necesitamos coincidir en tiempo real para transmitirnos información -aunque algunas personas esto no lo entienden y esperan siempre respuestas inmediatas- y esto produce un cambio profundo en la dinámica de interacción.
En relación a lo anterior, también perdemos esas pausas, espacios y silencios naturales, que paradójicamente tanto pueden transmitir. No hay silencios incómodos, no hace falta pensar antes de abrir la boca. Lo mismo pasa con la gesticulación y la postura.
La respuesta rápida, cachonda o ingeniosa se premia por encima de escuchar de verdad a la otra parte.
Lo que estamos perdiendo
El diseño de las interfaces en las redes sociales y aplicaciones de mensajería está muy enfocado a favorecer la velocidad y a facilitar los mecanismos de recompensa instantánea. La optimización del tiempo no siempre se está entendiendo bien, porque más rápido no es necesariamente mejor.
Además, los algoritmos nos inclinan a posturas concretas, nos sesgan hacia burbujas de información donde encontraremos usuarios que piensan como nosotros, reduciendo las opciones de un debate real. Cuando eso no es así, tampoco parece que haya debate, solo intercambio de insultos “porque el otro no piensa como yo”.
Esto provoca un deterioro en nuestra capacidad de argumentar ideas complejas. O ideas, en general. Solo hace falta dar un breve paseo por X para darse cuenta. No hay demasiada tolerancia a la ambigüedad, la discrepancia civilizada brilla por su ausencia. La voz, los gestos y los silencios transmiten unos matices que, emocionalmente, la comunicación instantánea a través de aplicaciones no puede suplir.
Nos acostumbramos a unas interacciones tan antinaturales que, de no practicar conversaciones reales a menudo, acabamos pareciendo gilipollas cuando hablamos con alguien frente a frente. Y yo me meto en ese saco, que conste. De lleno.
No todo es malo
Casi nunca nada es blanco o negro. Bendita escala de grises. Los medios digitales también son, sin duda, una herramienta poderosa para acercar a personas que de otro modo nunca se habrían conocido. Forjan comunidades, cruzan océanos, facilitan la chispa de una conversación donde antes solo había silencio.
Lo que me pregunto es si somos plenamente conscientes del coste que supone desequilibrar la balanza a favor de la inmediatez, sacrificando el terreno fértil de las conexiones reales. ¿Somos capaces de ver que, al priorizar lo instantáneo, a menudo dejamos en segundo plano la profundidad?
¿Qué pasaría si nos atreviéramos a recuperar espacios para la conversación sin filtros, sin la dictadura de la respuesta inmediata, sin teclados ni pantallas interponiéndose? ¿Qué pasaría si volviéramos, aunque fuera de vez en cuando, a conversar como quien construye algo a cuatro, seis o más manos: despacio, atentos, sin miedo al silencio?
En otro sentido, me viene un pensamiento contrapuesto. La comunicación digital moderna tiende a llenar cada espacio con mensajes rápidos, sí, pero cuando mantenemos una conversación cara a cara, el exceso de palabras triviales también puede dañar la calidad de las relaciones, empezando por volverlas más superficiales.
Quizá no se trata de renunciar a la tecnología, sino de recordarnos que lo humano ocurre en esos márgenes donde aún caben las pausas, los matices, las miradas… y los silencios.
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Esa mezcla de velocidad, recompensa y simplificación ha modificado cómo hablamos, y hasta cómo pensamos. Cuesta encontrar espacios donde la conversación no sea interrumpida por estímulos, donde escuchar tenga tanto valor como decir. Y sin eso pensar juntos se vuelve cada vez más difícil.